«…Me dio una luciérnaga de menguado brillo… ¡Yo quería un sol!» Barba Jacob
Soy una novedad, mejor dicho, un neonato, pero tengo una larga vida vivida y otra vida —ojalá eterna— por vivir. La cosa es que en un principio las ideas y las imágenes buscaban seducir a las palabras esquivas, pero la conquista tropezaba con los sentimientos, con las emociones y con lo inefable que obsesiona y atormenta. Esto comenzó como comienza todo lo excelso, con un coito entre la materia y el espíritu, no sé, o entre la realidad y la imaginación. Así fui concebido, supongo. Mi gestación fue larga, duró tanto como la de un elefante más la de una ballena, más la suma de las gestaciones de otros animales, muchos años. No recuerdo con exactitud cómo fue mi alumbramiento, pero sí sé que no fue por un ducto vaginal…más bien nací a través de una chispa que no se apagó y esa chispa animó a mi inspirador a encriptar y a descifrar miles de voces, a ordenarlas y desordenarlas ene veces.
Nací, uno entre millones. Mi primer llanto fue motivo de orgullo para mi progenitor y de júbilo para su parentela. Me ubicaron en una vitrina, ordenada y decorada con esmero, bajo la claridad de luces lineales. ¡Qué ambiente tan acogedor e iluminado! Me acomodaron en medio de otros recién nacidos, todos vestidos con tejidos de papel con letras, colores, fotografías y dibujos; pero éramos distintos debajo de la ropa, cada uno con su huella particular, su alma propia. La estadía en esta cuna de privilegio fue corta.
Un hombre de traje negro irrumpió con la mano enguantada en blanco y me hizo sombra antes de cogerme sin consideración y lanzarme al fondo de una caja de cartón. Todos los compañeros recién nacidos cayeron sobre mí, tirados con la agilidad de la misma mano enguantada. No sé si me subieron o bajaron, si me guardaron o escondieron en este lugar oscuro y caluroso porque el empleado hizo un recorrido largo por un piso desnivelado, giró y ascendió catorce peldaños antes de arrumar la caja de cartón que cargó sobre otras cajas de cartón. Más tarde entendí que ese
hombre de traje negro y mano enguantada en blanco me condenó al ostracismo en este inframundo.
Joaquín Darío Muñoz Berrío (septiembre 2024)
¡Mi madre ha muerto! ¡Viva mi madre! Es el tributo que, como su hijo, puedo ofrecerle, pero no hay nadie quien repita mis palabras en esta sala vacía y fría. El termo está lleno de café a la espera de los asistentes, dudo que alguien venga, ya que cada quien recibe lo que en su existencia ofrece. Estoy envuelto en la soledad de lo que fue nuestro mundo, creencias y principios. Ni la vecina me ha dado su condolencia. No hace falta, no necesitamos de falsas amistades para estar ante Dios. Extraño las oraciones en ésta escasez de afectos, en mi celular encuentro los coros de las iglesias católicas y las plegarias para hallar la paz que necesito en este instante de recogimiento. Mi padre, mi madre y yo llegamos hace muchos años al pueblo en busca de un empleo minero, pero él murió en un socavón, cuando yo tenía pocos años, lo que hizo de mi madre la guía de mi educación y crianza. Miro el reloj, faltan unos minutos para que lleguen los cargadores a llevarse el ataúd.
Doña Josefa, mi madre, con su mal genio, estaba a disgusto con la vida en medio de la pobreza y la desolación. Aseguraba que no debió haber nacido y que sus padres hicieron su existencia llena de penitencias desde muy pequeña ya que, cultivar la tierra, atender los oficios en la casa de los amos o cargar el agua desde el pozo, la hicieron maldecir el servilismo y la existencia de los otros. En su búsqueda de ayuda para sobrellevar los problemas, encontró en la religión la paz que la reconciliaba con el mundo. Me inculcaba el temor a Dios y me guardaba en la soltería para conseguir una mujer semejante a ella en sus costumbres y temores a Él. Ante esas exigencias, no me casé y seguí a su lado hasta hoy, el día de su muerte. No tuvimos mucho dinero y la poca riqueza adquirida, la depositábamos en la urna de la iglesia para los pobres de nuestra comunidad. Lo hicimos, a pesar de lo que nos decían del Padre Timo que engañaba a la feligresía recogiendo dinero para terminar su casa de campo cerca del pueblo. Aun así, lo seguimos como nuestro consejero y seguidor fiel de las escrituras para el bienestar de los necesitados.
Llegan los cargadores a llevarse el féretro, uno de ellos me indica que es tiempo. Camino hacia el ataúd, todavía abierto, para tener su último recuerdo. Ella esta vestida de negro, de manga larga, cuello alto y encajes, el mismo atuendo para sus misas de domingo. La cara maquillada con un tono rosado para sonrojar las mejillas, la hacen un poco extraña, ya que nunca gustó de untarse cremas, ni labiales porque eso era de mujerzuelas. Su pelo blanco recogido acentúa sus facciones de mujer fuerte y digna. Como en muchas ocasiones, la veo recostada en su cama, dormida, sus arrugas muy definidas, muestran la desazón hacia la vida.
Ella orientó mi camino porque presumió el correcto; quise ser administrador de empresas, pero ella dijo que, eso para qué servía. Que no sabía administrar mi vida mucho menos una empresa. Entonces, no estudie una carrera profesional. Firmé un contrato indefinido como celador en la escuela del pueblo para estar cerca de mi madre y tener un ingreso mensual seguro. Ella no estuvo de acuerdo, pero de algo teníamos que vivir. Abro y cierro la puerta de ingreso de la escuela cuando los estudiantes están en sus clases, pero en vacaciones, hago figuras de madera y escucho música rock para distraer la mente. Con mi madre en casa, las lecturas de la biblia eran ineludibles y no había lugar para mis pasatiempos. Mis canciones la ofuscaban hasta detestar los sonidos y voces estridentes, ni mencionar las manualidades, porque ante todo debo ser un hombre de verdad. Cumplidos mis años de pensión, sigo trabajando para ahorrar y pensar en un futuro sin aprietos económicos.
Hermes Rafael Pineda Santis
Taller de Escritores Biblioteca Pública Piloto | Sep 8/2024
Escarbando entre los papeles dejados por mi papá en uno de los cajones de su escritorio, encontré una foto donde aparecemos mis hermanas y yo, y mi madre muy joven. Me detengo a detallarla, mientras enciendo un cigarrillo. No recuerdo ese momento, como tampoco los que antecedieron a esa foto. Creo que en ella aparezco de unos cuatro años. No tengo una imagen vívida de mi madre joven. Exhalo el humo y dejo que a mi memoria lleguen algunos momentos de mí niñez que aún permanecen frescos.
Un día de agosto de 1956, para esa época yo tenía siete años, me enteré de que mi madre había muerto, me lo contó mi tía Gabriela. No recuerdo misa, ni cánticos, ni responsos que me conmovieran. No escuché que alguien se sonara la nariz o moqueara en medio de su llanto, todo se redujo a una afirmación: tu madre murió. No tengo claro como reaccionaron mis hermanas, éramos unos niños.
—Su mamá murió en Bogotá —dijo la tía Gabriela. Miré a la tía y tan solo clavé los ojos en el piso. Para ese momento no tenía en la cabeza recuerdo alguno de mi mamá.
Di otra calada al cigarrillo, traté de traer la imagen de la foto a mis pensamientos, pero la tenía completamente borrada.
Muchos hechos se presentaron por esos años que conmovieron mí niñez. Vivíamos donde mi tía Gabriela, con los escasos ingresos que proveía su profesión de modista y lo que conseguía papá en el rebusque en sus viajes a pueblos y ciudades. A diario, yo escuchaba el tableteo de la máquina de coser o el golpe de palanca de la troqueladora con que mi tía forraba botones.
Días después de la noticia de la muerte de mi madre, regresó mi papá de una de sus correrías, y nada dijo al respecto. Lo sentí tranquilo, más bien muy conversador y cariñoso con Imelda y yo. Mónica, la mayor de mis hermanas, permanecía interna en el colegio Palermo del Poblado. Ese internado se pagaba con una beca que habían conseguido mis tías monjas y lo que aportaba uno de mis tíos.
Transcurrido un año, después del anuncio de la muerte de mamá, comenzaron a rondar por la casa cuentos de que en la calle se estaban robando a los niños. El miedo que nos embargó a Imelda y a mí, nos mantuvo sin salir a la calle por varios días. Cuando salimos de nuevo, yo le conté a mis amiguitos lo del robo de niños y señalé a un hombre que todas las tardes pasaba con una carretilla ofreciendo frutas, verduras y comprando ropa vieja.
Por Luis Fernando Escobar R
Fecha: enero 2024