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PAISAJES DE LOS ANDES

La Naturaleza es una doncella de atractivos que embelesan, seducen y enloquecen al que la corteja con espíritu contemplativo y corazón ardiente. Pero, a la vez es una maestra cuyas enseñanzas son altamente útiles, pues llevan a la mente las ideas más nobles y despiertan o excitan en nosotros sentimientos que dormían o estaban aletargados.

El amor a Dios y a sus criaturas es consecuencia de las enseñanzas de la maestra Naturaleza. Para convencernos de ello no es preciso sino abrir el corazón –sin rebeldías, eso sí—al ritmo cadencioso que se escapa del Universo, el cual sentimos estremecerse, desde el centelleo de los astros hasta la agitación del polen en las flores. Todo está en movimiento, movimiento que engendra una explosión de aromas y de himnos que sólo caben en el templo infinito de la Creación.

El convencimiento de que nada hay muerto en la Naturaleza, nos hace amar los campos desiertos, los paisajes agrestes, los animales, las plantas, los seres orgánicos; de tal modo que no hay nadie, dotado de alguna cultura, que no guarde reminiscencias gratas de sitios –indiferentes para otros—donde ocurrieron sucesos más o menos dulces, tal vez dolorosos, de su propia existencia.

¿Quién no recuerda el lugar de su nacimiento, sea una ciudad, una aldea, aun una barraca abandonada o ruinosa?

Yo, por mi parte –y perdonadme que de mí trate: es un corto desahogo—pienso cada día en el valle donde vi la luz por vez primera: frío, alegre, tallado como un nido de Cóndores entre los riscos de una montaña andina; creo ver su río bordado de Robles, Dragos y Sietecueros, y las vacadas que pacen en prados perfumados que salpican Violetas blancas, Salvias azules y Ranúnculos de oro; oigo el canto de las aves que escuché de niño: caseros Pinches, festivos Cucaracheros, melancólicas Chilcaguas. . . . .

¿Quién ha olvidado esas noches estrelladas y serenas de los climas cálidos, cuando, al compás de cantares montañeses, soñábamos u oíamos en el fondo del misterioso platanar rumores extraños que llenaban el corazón de sobresalto? La Luz de la plena Luna se refleja en las lustrosas hojas del gigantesco Plátano, cuya silueta se perfila en el fondo azulino del firmamento y nos parece ver como un bosque de Palmeras. En la playa cercana se destacan los Totumos, de tronco retorcido, sinuoso y casi enano; semejan ancianos decrépitos y abatidos bajo el peso de un mundo de parásitas.

Más lejos se ve una agrupación de Carboneros en la orilla de un pequeño torrente que, después de descender como una cinta de espuma por breñas casi verticales, abandona su rapidez vertiginosa y se entretiene saltando y gritando en una playa.

Los erguidos árboles parecen pabellones de verdura bajo los cuales se bañan a estas horas las ninfas que moran en las cuevas de los peñascos y en lo más oculto de las frondosidades de la selva. Hasta creemos escuchar, por entre los murmurios del torrente, su alegre canto y argentina risa que dejan escapar mientras descubren ante el misterio de la soledad y de la Luna sus desnudeces de alabastro, medio veladas por sus cabelleras negras como las alas de las Turpiales que ahora duermen en sus nidos.

Y ¡qué hermosas son las mañanas en los mismos climas! Soplan las brisas perezosas pero inquietas; escúchanse los ecos del rumoroso torrente en la quebrada de la montaña; revolotean las Mariposas y Libélulas; cantan bandadas de pájaros enamorados y artistas; calienta el Sol y zumban los insectos. Esta es la fiesta de la Naturaleza. Al lado de la casa se extiende el huerto; cerca al perfumado Limonero, en medio de Jazmines fragantes y olorosas Albahacas, esparce en el ambiente el Chirimoyo sus aromáticos efluvios que rivalizan y vencen, en suavidad de sus esencias, a todos los demás. Esa infinita variedad de embalsamadas emanaciones unidas a las que se desprenden, en el cercano rastrojo, de los Salvios y Churimos, dan a la atmósfera que se aspira en los pliegues profundos de los Andes, un aroma especial, característico y deleitoso en sumo grado.

Es el aliento casto y dulce de la Naturaleza.

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